MALANCA, José (1897-1967)
Biografía : Nació en San Vicente, Prov. De Córdoba el 10/12/1897 y falleció en La Rioja el 31/07/1967.
En 1917 ingresó a la Academia Provincial de Bellas Artes de Córdoba, donde su Director Emiliano Gómez Clara y el eminente Doctor Alejandro Carbó, ejercieron una positiva influencia en su orientación. Egresado de la Academia viajó a Europa en 1923, pintando en España, Italia, Francia y Austria; y en 1925 recibió el 1º Premio en la “Mostra Regionale Toscana”. Después de exponer en Córdoba, Rosario y Buenos Aires se lanzó a un periplo americano que incluyó Bolivia, Paraguay, Panamá, Cuba, EE.UU., México, Chile y Perú.
Exposiciones: Galería Witcomb 1934, 1944, 1945, 1948, 1950, 1954, 1959; Galería Müller 1936, 1939.
Fue Invitado a participar en el Premio Palanza 1951.
OBRA : “Barrio Minero”
Nº de Inv. : 179 Óleo sobre lienzo
Fue adquirido por el Museo Prov. De Bellas Artes Rosa G. De Rodríguez.
Fue expuesto en el VIIIº Salón Anual Santa Fe en 1931.
OBRA : “Cerro pelado”
Nº de Inv. : 222 óleo sobre lienzo Fecha : 1936
Este cuadro fue cambiado por el Sr. Raúl Castellví, por otro de Rodrigo Bonome.
La voz de Alicia Malanca suena cándida y el recuerdo de su padre se le va enroscando a un costado del ojo. Por donde caen las lágrimas. Aunque en esta mañana no hay lagrimas. Tal vez porque José Malanca haya sido de esas personas que no ameritan un llanto. O tal vez porque la sequía dio paso a la risa, y sea mejor repasarlo en las rutas de Europa o América, durante sus viajes de becario. Pintando hasta el dolor. Para dejar registro de la luz campiña de Italia o el rojo parturiento de Cusco. O cuando de pequeño fue en busca de su primer verde. Allá a lo lejos por el 1900. En San Vicente, un barrio de artistas cordobeses, al sur de la Docta. El de las casas bajas y el carnaval florido. Malanca, el mismo que abrazó las causas del peruano Mariátegui. Que supo escapar del rodeo discursivo de Diego Rivera e internarse en la amistad franca de Gabriela Mistral. Y que un buen día decidió irse a pintar al norte argentino, sabiendo que la muerte de julio no iba a perdonar ese descuido. Muy a pesar del clamor de su mujer, Blanca del Prado, le urgía pintar. Dejar dentro de una tela el escaso y maravilloso mundo de la gente común. Y eso hizo.
El cronista
José Américo Malanca, despertó el 10 de diciembre de 1897, en San Vicente. Por ese entonces el barrio era un sembradío de quintas y de idiomas. En el comedor se oía el italiano que habían traído sus padres de Toscana y Venecia, cuando aún no soñaban con tener cinco hijos. Malanca era inquieto. De muy pequeño lo atraparon los colores. La inmensidad que escondía la naturaleza. Esa rara extensión de nada que contenía una historia. Y comenzó a pintar en el patio de su casa y los barrancos aledaños. Al tiempo que vendía telas para aliviar la viudez de su madre. Cuentan que fue el maestro Alejandro Carbó quien le regaló sus primeras herramientas de trabajo: una caja de pinturas y una paleta, que conservó hasta el fin de sus días. Las mismas que años más tarde utilizaría para congelar la serie de cuadros, Las Cuatro Estaciones. Acaso la obra que
Luego de cursar la escuela primaria en el Colegio Santo Tomás, ingresó a la Academia Provincial de Bellas Artes. Cuando recibió el título, tenía expuestas algunas acuarelas en el Salón Fasce de Córdoba y el hombro dispuesto de uno de sus descubridores: Emiliano Goméz Clara. Sin embargo un acontecimiento esperado viró su andar. En 1918, ese hombre alto y robusto, de ojos celestes, lideró el frente de combate de la Reforma Universitaria. El logro repercutió en la vida de Malanca. De ahí en más todo fue supino. Cuatro años más tarde recibió un premio por su obra Huertas en las Sierras y entabló una amistad con uno de los padres de la pintura serrana: Fernando Fader. Pero una beca otorgada por el gobierno provincial, lo depositaría en el viejo mundo, junto a los artistas, Francisco Vidal, Héctor Valazza y Antonio Pedone. Corría 1923, y Europa se abriría medieval. Lejana.
Antes de embarcar, la familia Remonda, dueña del diario La Voz del Interior, lo nombró corresponsal viajero: su intento periodístico quedó a media asta. “Yo creo que no se animó a escribir por su escasa preparación académica. Entonces enviaba dibujos”, dice Alicia Malanca. En Europa afinó su técnica y realizó una profusa formación cultural.
Aunque no todo fue pintura. Su pasión por el deporte lo llevó a dirigir un partido de fútbol interregional entre Ávila y Segovia. Luego atravesó Italia, Austria y Suiza. Allí cayó rendido ante una retrospectiva de Giovonne Segantini, su gran influencia en la década del ‘20. Pero no hacía pie, y decidió volver. El plan de caminar América Latina, conocer su arte y sus costumbres, había empezado a sonar cada vez más fuerte en su cabeza. En Toscana quedaba un premio y algunas crónicas en los diarios locales sobre su capacidad para encontrar luz, en donde sólo había oscuridad.
Las tres Américas
Malanca regresó de Europa en 1926 y se presentó nuevamente a la beca. Ahora el destino era otro. “A mi papá lo golpeó América igual que, años más tarde, lo golpearía a el Che”, explica Alicia. “Toda esa humanidad doliente que transita por esos lugares; porque mi papá no fue un simple documentalista. Si no que los paisajes tenían que tener un sentido para ser pintables”. Y así fue. Malanca quedó atrapado por las faldas de esa América precolombina y colonial. Refulgente y sufrida. Algunos de los cuadros reflejan ese estadio: Quebrada azul (1927, Bolivia) y Plaza de las nazarenas (1930, Cusco), entre otros. Pero también por la problemática social que rodeaba al hombre del altiplano. Por ese entonces, Perú era el búnker de los intelectuales que discutían los temas indigenistas y trazaban los ejes de una América unida. Al tiempo que luchaban contra la dictadura de Augusto B. Leguía.